miércoles, 17 de noviembre de 2010

El misterio de la ermita

El tiempo estaba lluvioso. Las nubes eran grises y algodonadas, cubrían todo lo que mi vista alcanzaba y las gotas de lluvia no cesaban de empapar todo el coche. Los limpiaparabrisas casi no podían eliminar toda ella de los cristales.
Los pájaros, en bandadas, pasaban por encima nuestro como buscando un refugio para protegerse de la torrencial lluvia y del frío. Puedo recordar que la carretera se hacía interminable, larga, recta sin apenas curvas y el viento zarandeaba el coche. El sonido de las gotas de agua chocando en el techo daba un poco de miedo pero era bonito ese sonido. Entre lluvia y viento, entre el gris de la tarde podía ver grandes montañas, verdes prados en los que la hierba comenzaba a inundarse de agua y formaba grandes charcos, parecían pequeños lagos. Los arboles eran encinas y olivos y se movían como sacudiéndose del agua.
Todo eso era desconocido para mí y lo observaba con gran atención. Aunque quería ya llegar a nuestro destino en el fondo me gustaba todo aquello.
Cuando comenzaba a cesar la lluvia llegamos al pueblo. Entonces apareció el frió del atardecer, y aunque llovía menos la humedad empapaba y la brisa y la humedad se calaba hasta los huesos.
Este pueblecito era pequeño, coqueto, de calles estrechas, de suelo de adoquines y casas blancas. Su iglesia, renacentista, con una torre preciosa y un nido de cigüeña que esperaba la vuelta de sus dueños en la próxima primavera.
Las gentes eran cariñosas y sin conocernos nos saludaban al pasar. Todo aquello escondía un gran misterio para mí. Por fin iba a conocer el pueblo de mi abuelo y mis bisabuelos en Extremadura, en la comarca de la Serena.
No pude conocer a mi abuelo pero mis padres y mis tías me habían contado muchas aventuras de ese pueblo y para mí era como entrar en otro mundo diferente al que cada día vivo.
Al llegar a nuestra casa todo era grande, como antiguo, pero bonito, tanto frío hacía que teníamos que calentarnos pero no teníamos como. Una amable señora vecina nos prestó un brasero o “Copa” de carbón o “cisco” y ¡Vaya si calentaba eso!.
Entre el cansancio, el calorcito y la impaciencia por descubrir aventuras en este pueblo me quedé dormido en el sofá.
La mañana amaneció despejada y por fin pude ver el cielo azul estampado de pequeñas nubes blancas. Yo solo quería ir a pasear al campo y me preparé y muy abrigado decidimos salir a la aventura.
El camino era todo de tierra, pequeños arroyitos de agua lo atravesaban y mientras paseábamos, se podían ver piaras de cerdos y las bandadas de patos volando. Olía a tierra mojada, a hierba y flores y a la pólvora de algunos cazadores que había por allí cerca. También se podían oír los ladridos de sus perros, que supongo que perseguían a algún animalillo.
Cuando el camino acababa decidimos continuar un poco mas por que hacía buen tiempo y el camino aquel se convirtió en un sendero. Lo que hizo que siguiésemos es que a lo lejos se veía una silueta extraña como de algún edificio en ruina o algunas piedras. Era el momento de lo que yo estaba esperando, investigar y averiguar cosas. Lo peor es que parecían estar cerca pero tardamos un ratito en llegar.
Cuando llegamos aquello era precioso, al menos para mí, era un lugar intrigante derruido pero con forma de pequeña iglesia y rodeada de piedras llenas de musgo y de charcos de agua.
Como no teníamos ni idea de que era todo aquello hicimos unas fotos y nos volvimos. Ya se acercaba la hora de comer y recuerdo que antes de irnos nos dijeron que harían migas, que yo no sabía lo que eran pero por la cara que ponían todos al decirlo tenían que estar muy buenas. Después pude comprobar que sí que era una cosa buenísima.
Bueno pues de vuelta y sin dejar de mirar el paisaje y de imaginarme historias sobre que podían ser aquellas ruinas se cruzó en nuestro camino un rebaño de cabras y su pastor detrás. Era un hombre mayor pero se veía fuerte. Y aprovechamos la ocasión para preguntarle por lo que habíamos visto. El hombre dijo:
- ¡Uff, es una historia interesante!.
Y entonces nos dijo que cuando España estaba dominada por los romanos Mérida era una gran ciudad y el gobernador de Mérida le encomendó a un soldado de su confianza que fuese a Itálica (Lo que hoy es Sevilla) con una botellita de una medicina especial que debía entregar a su padre que estaba muy enfermo y que le habían asegurado que se curaría con esa medicina.
El soldado montó en su caballo y corrió sin cesar desde Mérida hasta Itálica, pero se perdió entre las montañas y valles de Extremadura y cansado y desesperado se perdió en medio de la noche. Su caballo tropezó y se cayó y el soldado con él. Y la botellita de medicina se destapó y se derramó todo el líquido que llevaba dentro.
Desesperado, el soldado se sentó al lado de su cansado caballo y se puso a llorar. Entonces se acordó de un Dios que no hacía muchos años vivió en Jerusalén y que muchas personas y parte de su familia adoraban en secreto. Este Dios era Jesús de Nazaret, al que llamaban Dios de los judíos.
El había oído que fue un buen hombre y que salvó, curó y ayudó a mucha gente y entonces le pidió ayuda. Porque él sabía que si el gobernador se enteraba lo mataría y además su padre nunca se pondría bueno.
Entonces pensó en él, en Jesús y le pidió con todas sus fuerzas que le ayudara. De repente, una luz azul apareció muy cerca de él al lado de una higuera. Era una hermosa mujer que le dijo ser la Virgen María, la madre de Jesús. Y le dijo:

- “Soldado coge tu botella y llénala con el agua de este charco y llévala a donde debes llevarla. Tú has creído y Dios te ha ayudado. Cuando puedas, no olvides nunca este lugar y haz que la gente que venga aquí recuerde y piense siempre en el Señor”.
La luz se apagó y el soldado asustado llenó su botella del agua de aquel charco. Su caballo se puso solo en pié y montando en el siguió el camino por el que el caballo le llevaba.
En dos días llegó a la gran ciudad de Itálica entregó la botella con aquella agua a el padre el gobernador romano y se puso bueno al poco tiempo.

Al volver a Mérida solo le contó aquello a sus familiares más íntimos y el gobernador le premió su esfuerzo y el salvar a su padre con que se pudiese salir del ejército y jubilarse. Además le regaló mucho dinero.
El soldado volvió a aquel pueblo, a aquella higuera perdida en medio del campo y con el dinero que le dieron construyó una pequeña construcción donde comenzaron a ir gentes de todos sitos a rezar.
En la edad media se construyo una ermita y lo que queda de ella son las ruinas pues aunque fue reconstruida muchas veces los bombardeos de la guerras españolas y finalmente los de los de la guerra civil la acabaron por destruir.
Se había hecho muy tarde, pero yo estaba entusiasmado oyendo aquella historia, así que hicimos algunas fotos y volvimos a casa.

Al llegar el olor de las migas, del brasero de carbón y de la carne a la brasa, hicieron que olvidase aquella historia por un rato. Pero por la noche no pude dormir en aquella cama antigua y con aquella almohada blanda y aquel olor a antiguo.
Estuve pensando y soñando toda aquella noche con aquella maravillosa historia que prometí contar y escribir en cuanto pudiese.

Ah, por cierto, ese pueblo se llama “Higuera de la Serena”.




JUAN DE DIOS FERNÁNDEZ RAMOS 1ºA

3 comentarios:

  1. Bonita historia... he creado un post con un enlace a este relato... gracias por compartirlo.
    Salud !

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  2. Que bonito, interesante, es una historia muy bien contada.
    Javier LH 1ºb

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  3. http://dominguez-aj.blogspot.com.es/2008/07/ermita-de-altagracia.html

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